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domingo, 17 de enero de 2010

Terremoto 1842 destruyó Cabo Haitiano, Santiago y La Vega





El más funesto. El sismo que sacudió isla La Hispaniola el 7 de mayo de 1842 es considerado el más funesto. Arrasó también las ciudades de Port-De Paix, el Mole, Fort Liberté y se sintió en Puerto Príncipe, Santo Domingo y Puerto Plata
“A eso de las cinco y 25 minutos de la tarde se oyó un ruido espantoso que se asemejaba a un trueno sordo, al que siguió un terremoto fuertísimo que principió por algunas oscilaciones tenues, luego por pequeñas palpitaciones y en seguida por violentas y redobladas ondulaciones, semejantes a las enfurecidas olas del mar cuando está agitado, embravecido. Su duración se calcula de 80 a 90 segundos, más o menos”.
Así describe el capitán J. R. Márquez el terrible cataclismo del 7 de mayo de 1842 que sacudió la isla de Santo Domingo y que ha sido considerado “uno de los más funestos”. Destruyó más de la mitad de la población existente en Cabo Haitiano, arrasando sus casas, edificios, palacios y templos más representativos.
“De las ciudades del Cabo, Port-De Paix, el Mole, Fort Liberté y Santiago de los Caballeros no quedó piedra sobre piedra. Los pocos edificios de mampostería de La Vega y de Gonaives se vinieron al suelo. En Puerto Príncipe, Puerto Plata y Saint Marc hubo algunos derrumbamientos de casas”, escribió Carlos Nouel.
Entre los muchos cronistas que refieren el hecho, el del religioso es uno de los más pormenorizados. Narra los efectos del desastre en Haití y en esta parte del territorio que aún “yacía a oscuras bajo la nube haitiana”, al decir de Emilio Rodríguez Demorizi.
Márquez dedicó un folleto para relatar esta experiencia que vivió. Lo publicó el 30 de mayo de 1842. Pero además de ellos y de Rodríguez Demorizi, la tremenda catástrofe fue reseñada por Dante Bellegarde en “La Nación Haitiana”, José Gabriel García, E. Hathurst, autor de “La Hispaniola-Haití-Santo Domingo”, Félix María Pérez Sánchez, Tomás Bobadilla, Remigio del Castillo, Manuel Joaquín y Félix María Delmonte, José María Serra, Alejandro Llenas, Rafael C. Castellanos y otros. Numerosos poetas lo describieron en coplas y versos. Juan José Illas, venezolano que residió en Santo Domingo, compuso una histórica “Elegía”.
“En Port-De Paix el mar se retiró a gran distancia de la orilla y volviendo luego con terrible oleaje entró a la población. Sus aguas subieron a más de 615 pies de altura y envolvieron en sombras de muerte a los que huyendo de la caída de los edificios se habían refugiado en la playa”, consignó Nouel.
Agregó que “en Montecristi y Fort Liberté las aguas del mar se unieron a los ríos Yaque y Masacre, devastando las comarcas circunvecinas, y con tal violencia inundaron la tierra que el Cabo Manzanillo o Punta Icaco quedó sumergido en las profundidades del océano”.
Como otros, Nouel apunta creencias religiosas, vaticinios y supuestos milagros relacionados con el temblor, describe la actitud del pueblo que huyó a buscar refugio en los barrios de San Miguel, San Francisco, San Antón, San Lázaro, San Carlos y en el Matadero, “cuyas construcciones, por ser de madera, no ofrecían peligro alguno”.
Cuenta de las procesiones de rogaciones y las misas que a diario repetía el padre Portes acompañado del clero y la feligresía de la Capital, la revelación que la Virgen presuntamente hizo a Ana María Galbes, paralítica que tras ocho años de invalidez se recuperó y anunció el hecho el día anterior pidiendo misericordia y penitencia “porque venía un castigo muy grande”, y a sor Escolástica, de Santa Clara, a quien también la Madre de Jesús anunció con antelación la tragedia que ella confesó tal ocurrió a Portes.
Aunque se afirma que en Santiago, donde Alejandro Llenas escribió que perecieron 100 personas y otros aseguran que 200, hubo saqueos que atribuyen a que el presbítero Domingo Antonio Solano abandonó el sitio porque iba a hundirse y el que no lo siguiera sería víctima de su temeridad, en la Capital, según Nouel, ocurrió lo contrario. “La ciudad quedó casi abandonada y desierta, pero a pesar de eso reinó el orden. La propiedad se respetó”. Como José Gabriel García, Nouel también registró las repeticiones del temblor que se prolongaron, según algunos, por 13 días, y “las exhalaciones sulfurosas que infestaban el aire y dificultaban la respiración”.
En Haití. Márquez conmueve al dibujar el cuadro de “exclamaciones, llantos, confusión y lágrimas de niños, hombres y mujeres atropellados y llenos de pavor que arrodillados imploraban misericordia y clemencia del Señor. El terror se apoderó de los corazones”.
Bellegarde manifiesta que de Cabo Haitiano, “cuyas casas eran todas de mampostería, no quedó más que un montón de escombros bajo los cuales fueron sepultadas cerca de 10 mil personas”. E. Hathurst comunica que una fuerte sequía asolaba los valles y secó las corrientes de agua y agrega que el 7 de mayo de 1842, “después de una tarde serena pero bochornosa y pesada, toda la isla empezó a temblar y a balancearse como un ebrio. Hasta las montañas enhiestas se sacudían y temblaban como simples cristianos asustados”.
“Pero fue en Cabo Haitiano, la antigua capital del Santo Domingo francés, donde el terremoto produjo los efectos más desastrosos. Era sábado y la ciudad estaba llena de gente que había venido a comprar y vender en el mercado”. Añade que en el instante mismo en que se sintieron las enormes y terribles sacudidas las casas empezaron a temblar y desplomarse sobre las cabezas de sus 12 mil habitantes de los que más de la mitad quedaron sepultados bajo las ruinas. “Durante 40 minutos hubo un ruido continuo, ensordecedor, aterrador, producido por las casas al desplomarse. Todos los edificios, fuesen grandes o pequeños, fueron derribados. Ni siquiera una pared quedó en pie. El cielo se tornó súbitamente oscuro y numerosas nubes de polvo cegador, que se levantaban al través del aire caliente, aumentaron los horrores del cuadro. Es más fácil imaginarse que describir los gritos y lamentos y la lucha y el forcejeo...”.
A Cabo Haitiano, antes llamada la “Metrópoli de las Antillas” por ser “depósito de productos agrícolas y de artículos manufacturados que se importaban”, también le decían “Le Petite París”, “por el orden y simetría de sus calles, la hermosura de sus casas, la grandeza de sus edificios y el lujo de sus habitantes”.
Otra población haitiana, Sans Soucí, fue sacudida. Allí tenía el rey Cristóbal su residencia y “un magnífico Palacio”. El siniestro también redujo a polvo la Catedral.
La solidaridad internacional no se manifestó ante la tragedia, según Dantes Bellegarde, que hace suya la especie de un pastor apellido Bird residente en Haití desde hacía dos años. “Los haitianos también lo resistieron pero guardaron el más noble silencio. Es un honor para Haití el haber podido siempre atender sus propias necesidades. Esto forma parte de las razones de su justo orgullo, aunque a veces lo haya llevado al extremo. Jamás solicitó ayuda a nadie...”, expresaría Bird. Emilio Rodríguez publicó casi todos los versos sobre la tragedia. Reprodujo a Illas, Delmonte y otros, y esta copla “que el pueblo repetía con íntimo pavor”: “El día 7 de mayo / del año cuarentidós / pedíamos de rodillas: / Misericordia, Señor”.´

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